
Mª Teresa
Son muchas las personas que por su especial sensibilidad desean acercarse a los países del tercer mundo y vivir unos o meses en contacto con la misión.
El primer recuerdo que tengo de la India es cuando la Hermana Cristine fue a recogernos al tren y nos llevó de camino al coche que nos conduciría a Relwa. No sabía para donde mirar cuando me subí al lado del conductor y comenzaron a aparecer niños golpeando los cristales para llamar nuestra atención y pedirnos algo de dinero. Niños sucios, despeinados, y que no tendrían ninguno de ellos más de diez años. Ahí fue la primera vez que tragaba saliva e intentaba contener las lágrimas.
Fue largo el trayecto hasta el internado de Relwa, y por el camino fuimos encontrándonos distintos pueblecitos que se caracterizaban por la suciedad, la precariedad de las viviendas y la pobreza que se palpaba en cada una de las personas que vimos. Ahí, cuando todavía no habíamos llegado a la que iba a ser nuestra casa durante el mes siguiente, pensé si sería capaz de resistir aquello. Pero conforme íbamos acercándonos a Relwa parecía que el cielo se iba abriendo, y ciertamente se abrió, pues Relwa era una especie de paraíso en medio de tanta miseria…
Cuando llegamos fuimos recibidas por las Hermanas con besos, abrazos, y un collar hecho de flores. Simbolizó muy bien el trato que íbamos a recibir durante los días que estuvimos allí. Qué acogida más bonita nos brindaron las Hermanas y qué trato más exquisito tuvieron con nosotras a cada momento.
Y llegó la tarde, y fueron apareciendo unas niñas preciosas vestidas con sus uniformes, unas de azul y otras de rojo. Lo que más me impresionó fueron sus ojos, grandes, vivos, despiertos… Una sonrisa de timidez los acompañaba. Pero pronto llegó la confianza, las esperas en nuestra puerta para que saliésemos a jugar o a bailar con ellas. Era un estar a su lado, nada más; eso sí, con grandes dosis de cariño en ambos sentidos. Y así fue como vencimos la barrera lingüística que teníamos: con juegos, con canciones, con gestos y con caricias. El gujarati no podía ser un impedimento para que nos comunicásemos.
Recuerdo el olor a limpio de la casa, la dedicación constante de Antonette -la Hermana encargada del internado-, el canto de las niñas orando a primera hora de la mañana, los juegos en los columpios de las más pequeñas y los bailes de las más grandes. No puede haber un lugar mejor donde crezcan esas niñas que en Relwa, de eso estoy segura. Y allí crecen esas más de cien pequeñas, labrándose un futuro mejor, o, mejor dicho, siendo ellas misma el futuro que hará que la India sea cada vez un lugar más justo. Y para aquellos que les pueda asustar la palabra “internado”, decir que durante el tiempo que estuvimos allí, sólo escuchamos a una niña llorar un día: una pequeña niña de seis años que esa noche lloraba porque echaba de menos a su mamá. Por lo demás, a las niñas allí se las veía FELICES, con una especie de felicidad que sólo la puede dar la alegría de sentirse a gusto.
Pero las Hermanas también nos permitieron ver otras comunidades de la zona, y así comenzamos una ruta que nos llevó por distintos pueblos en los que tienen internados de hasta quinientas niñas. Qué labor tan importante están haciendo las Hermanas allí.
Fue una experiencia única, emocionante, pero que no acabó a finales de Agosto, sino que fue más bien el principio de todo. Tanto Marina como yo hemos adquirido un compromiso con la India, y ese compromiso consistirá, ni más ni menos, en contagiar ese mismo compromiso a la gente que nos rodea. “¿Has pensado alguna vez en apadrinar a una niña de la India?”…
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